Arqueología de la ropa de pacas
- Roberto Valcárcel Rojas
- 19 dic 2016
- 6 Min. de lectura
Todos somos un poco arqueólogos y buscadores de tesoros, cuando vamos a comprar ropas de pacas en la Duarte, un céntrico microuniverso de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana. Las pacas de ropas de segunda mano son bultos pesados y coloridos, de cien libras de peso, que conviven con vendedores y dueños, amontonándose en almacenes o improvisados depósitos, tras haber cruzado algún mar u océano. De ellas brotan pantalones, vestidos, camisetas, blusas; se ordenan según su calidad en infinitas hileras o, principalmente, se amontonan para crear una peculiar orografía de pobreza. La paca es una especie de barco negrero donde la ropa es amontonada, comprimida, aplastada, para ser sacada y transportada mas allá del mundo de sus usuarios originales. Se le ultraja física y espiritualmente. Es difícil pensar que alguna vez esa ropa relucía en una tienda, que muchas de esas ajadas prendas fueron miradas y tocadas por cientos de personas, ponderadas, elogiadas; que alguien pudo ahorrar durante meses para hacerlas suyas o de otro, en un acto de lujuria consumista o bondad. Como el tiempo y la naturaleza del depósito arqueológico, hacen con los objetos, así la ropa se transforma, exigiendo todo el despliegue analítico posible para recuperar algo de sus biografías y entender sus raras asociaciones, sus nuevos significados. Los arqueólogos miramos de ese modo las cordilleras de ropa y también cavamos, como los huaqueros, tras la camisa soñada, en un afán de enriquecer nuestra apariencia o lograr lo imposible para el salario.
Las personas hunden sus manos en las montañas de vestuario de segunda mano, bucean tras la prenda adecuada, la elegida, la más barata, la que se ajusta a la ocasión o al bolsillo. Estratos de ropa se acumulan en los cajones para ser finalmente removidos cuando la posibilidad de vender se agota aunque muchas piezas deben permanecer allí, olvidadas, en un trasiego interminable de cosa desechada, de basura de primer mundo en un antro del tercero.
Como en tiempos de Colón la basura es cambiada por oro, se repite el acto comercial ya sin exotismos y resignificaciones indígenas. Los viejos valores que ponderaban el brillo de la mayólica y las cuentas de vidrio, su origen lejano, su misterioso camino y a sus poderosos proveedores, mientras subestimaban el afeminamiento, la debilidad y cotidianidad del oro, fueron sustituidos. Hace mucho se instauró un gusto homogeneizado, dictado por los conquistadores de siempre y por las necesidades de gente más pobre que sus ignorados ancestros de entonces, aun cuando transiten vestidos.
Acá hay una camisa Perry Ellis, una sudadera Adidas, un viejo pantalón Old Navy. En la capa formada por la ropa depositada la pasada semana abundan las de tallas XL, algo pasadas de moda, dejadas por jubilados que descansan muchos miles de kilómetros al norte. Las camisetas GAP de hace cinco años se conservan bien, fueron compradas por docena cuando alguien quiso cambiar su ropero, quizás feliz porque la economía de su país ya tenía mejor tono. En una esquina hay un feliz bolsón de trajes de baño, prácticamente nuevos porque ese año el viaje a las playas de Portugal o a las Bahamas se canceló. La camiseta con la máscara de Spider-man fue comprada en la Comic-Con del 2014 en San Diego. Es una talla S y está muy gastada; era de un hombre delgado o de un muchacho; tal vez la usaron con intensidad y cariño, fue la Woody del armario, o sufrió los muchos cambios de estante en sucesivas tiendas de ropa de paca. Está muriendo ahora en una caja de cartón donde venden cosas a diez pesos, sucias, ajadas, miradas de refilón por la anciana cansada, de bolsa semivacía.
Cavando en las ropas hay arqueólogos de muchos tipos, mayormente gente de a pie, paleando sus necesidades, pero no todos son pobres de solemnidad. Algunos van tras la ropa que en tiendas regulares cuesta diez veces más; la moda y la estética internacional o la quimérica búsqueda de la diferencia en un mundo global, nos alcanza. Ya no somos culpables de no tener ropa típica y resolvemos pareciéndonos a alguien, imaginándonos, flotando en la ficción que logramos pagar. La ropa es inocente y también quienes las necesitan; otra cosa es la vanidad y peor, el lucro.
Al igual que las cerámicas indígenas en las entrañas de los campos caribeños, las ropas gritan historias pero no hay tiempo para escuchar ni oídos atentos. Llega otra paca y las prendas de cien pesos serán vendidas para que las comercien en otro lugar o viajaran al cajón de las de cincuenta pesos en una triste caída con final en los basureros de las afueras, consumidas como combustible en alguna industria, o quien sabe cómo. Los objetos se hacen cada día más anónimos, más fáciles de abandonar. Pasaron las épocas donde los pobres no podían tener ropas de ricos y aparentar un estatus inalcanzable, por su sangre, raza, color, nacimiento. Eran tan caras aquellas telas y pieles, obligadas a recircular entre los señores, mientras la gente de abajo debía sentir el sol sobre la espalda, coquetamente combinado con zaragüelles y sayas de presilla o lienzo. Ahora, ocasionalmente y con un poco de suerte, el vendedor de plátanos puede aspirar a llevar una camisa dejada por el dueño de las tienda de autos, sin embargo nunca tendrá ni una tuerca de su Porshe. Hay otros símbolos y la masificación de la producción, su transnacionalización, ha abaratado mucho la indumentaria. La gente de Bangladesh fabrica mares de ropa para marcas de moda, mientras les pagan salarios absurdos y mueren en fabricas abarrotadas. Los pobres de allá cosen lo que los pobres o menos pobres de aquí usarán cuando los ricos o menos ricos de dondequiera, decidan pasar a otro color, otra textura, un nuevo guiño de Zara, o una feliz ocurrencia de Calvin Klein. Se democratiza la estética en un desfase de ilusiones y en una carrera de olvidos que al final la pobreza rentabiliza porque la gente necesita vestirse, y los que tienen no dejan de crear formas para ganar más dinero. Vender la basura a los del sur o a los pobres del norte, es una de ellas. Se debe dejar espacio para lo verde, la vida salvaje y las mascotas, aunque la inmundicia finalmente termine subiendo porque el planeta, y perdonen la machacona repetición, es uno solo.
Hay mucha ropa donada, movida al comercio, o de ventas inicialmente hechas para conseguir fondos humanitarios. De cualquier modo la marea de lo usado avanza, unificando nuestra materialidad y en alguna medida nuestra apariencia, en un proceso donde el simbolismo material del poder busca nuevos posicionamientos. En la loma de vestidos se encuentran las maquiladoras de Latinoamérica y Asia, hay sangre de niño de la india, y los recuerdos de un muchacho de Dublín. Esta la buena fe de una anciana de La Florida y se coló una playera de aquel actor junto al pantalón que un haitiano agradecido y casi indiferente a la solidaridad internacional, vendió en su negocio de la frontera con Dominicana.
Los textiles cosidos, presillados, remachados, se trafican en pacas que son abiertas en muchos lugares del Caribe y el mundo. Encarnan como nunca antes nuestras interconexiones, universos y destinos, diciéndonos que somos uno solo y a la vez múltiples y diversos. Las ropas nuevas y viejas, desechadas, movidas en las pacas, rompen y crean diferencias, pero no son usadas por sus primeros compradores aunque puede que casi harapos vuelvan a la muchacha latina que las cosió. Seguimos teniendo dos bandos en eso de producir, poseer y consumir.
La Duarte es una avenida oscura, bordeada de basura y frágiles puestos de venta, surcada por un río interminable de automóviles, motos, carros abollados y gente. Una más en el dominante lado pobre del planeta. Ese orina a la vista de todos, unos comen y otros anuncian sus productos, aquellos piden limosnas, el ¨pelo malo¨ se enmascara tras mechones de lugares inimaginables, se negocia o sugiere algún servicio sexual, la mayoría intenta vender o comprar al mejor precio, se trabaja hasta el cansancio, se vislumbra una pistola ...la lluvia llega de repente, magnifica y tropical, y deja una línea de costra negra en las aceras, un mar de bolsas plásticas. Todos saben que las pacas vienen de Estados Unidos, Europa, Corea del Sur. Es un negocio de cientos de miles de toneladas métricas y millones de dólares, preocupante para productores, exportadores y vendedores de ropa, que da trabajo a muchas personas. Del ambiente deprimente y caótico de la Duarte brota dinero; de seguro muy poco permanece allí.
Los chinos vigilan desde cámaras de vídeo y altos mostradores a los muchos empleados mal pagados en sus tiendas abarrotadas, rodeados por mercancía barata y de corta vida. Los venezolanos venden arepas, los cubanos compran en una batalla perdida contra el monopolio comercial de su gobierno, los haitianos están dondequiera y hacen cualquier cosa...los emigrantes nadan en los entornos de la marginalidad, en un flujo bullicioso, buscando esa soñada mejor vida que la parte Dominicana de La Española está ofreciendo. Ni las manufacturas chinas, omnipresentes en la Duarte, detienen a las pacas. El mercado de Santo Domingo vive un segundo tiempo de multiculturalidad, protagonismo americano y viajes transoceánicos, solo que la carga no está en la ciudad vieja ni es oro o perlas en ruta a Europa, como en el siglo XVI. Son ropas que van quedando en el camino, tras el ejercicio de poder del capital global, lo adictivo de las modas, y la desesperanza de ocultar el cuerpo pese a ser el nuestro el mejor de los climas.
Santo Domingo,12 diciembre 2016


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